Condena a vicepresidenta argentina



Después de casi dos años y medio de proceso, el martes pasado la vicepresidenta de Argentina Cristina Fernández fue hallada culpable en primera instancia de defraudación al Estado y condenada a seis años de cárcel. Junto a ella, otros ocho de los 13 procesados fueron también condenados, entre ellos el empresario Lázaro Báez, principal beneficiario de la adjudicación irregular de obras públicas en la provincia de Santa Cruz que motivaba el proceso. Según los jueces, Fernández “tuvo un interés manifiesto en el plan criminal” que, según lo establecido por la sentencia, “fue una extraordinaria maniobra fraudulenta que perjudicó los intereses pecuniarios de la administración pública”. La defraudación habría bordeado los mil millones de dólares.

Si bien los magistrados sólo acogieron una de las dos acusaciones presentadas por los fiscales contra la expresidenta, desechando los cargos por asociación ilícita y la condenaron a la mitad de la pena solicitada por los persecutores, el hecho marca un hito incuestionable en la historia reciente argentina. Por primera vez una vicepresidenta en ejercicio es condenada por corrupción y no sólo eso, Cristina Fernández es una de las figuras centrales de la política trasandina. Por ello, si bien aún queda camino por delante en el proceso, y ninguno de los condenados irá en el corto plazo a la cárcel por esta sentencia, ya que sus abogados han anunciado que apelarán al fallo, es valorable que hasta aquí la justicia argentina haya cumplido eficazmente con su labor y haya condenado ejemplarmente la corrupción en el sistema político.

La historia reciente de Argentina -y de parte de América Latina- evidencia los peligros de la injerencia del poder político en las decisiones judiciales, al limitar su indispensable independencia. Sin embargo, en el presente caso, y pese a que las fuerzas que apoyan a la vicepresidenta se encuentran actualmente en el poder, la corte no sólo pudo llevar adelante el proceso, sino que resolvió con plena autonomía, constituyendo un importante triunfo de la independencia judicial. Un hecho aún más destacable si se consideran las presiones ejercidas desde algunas autoridades políticas trasandinas para desacreditar la labor judicial y cuestionar la independencia de los jueces. El propio Presidente intervino en forma abierta, sin velar por la necesaria independencia de los poderes. Fue así como cuestionó el fallo del tribunal, desacreditó la labor judicial y aseguró que había sido “condenada una inocente”.

Es responsabilidad de todas las autoridades políticas en una democracia velar por el respeto de la institucionalidad y protegerla de cuestionamientos injustificados que minen la indispensable confianza de la ciudadanía en su labor. En el caso de la justicia esa exigencia es aún mayor. Sin embargo, la actitud del mandatario trasandino y de la propia vicepresidenta –que dedicó casi una hora de transmisión a desacreditar el fallo y a varios jueces, así como a denunciar una supuesta conspiración- sólo termina profundizando la fragilidad institucional y ahondando la polarización en el país. Lo mismo sucede, en forma aún más irresponsable, con quienes desde el extranjero –incluidos un alcalde, parlamentarios y exparlamentarios chilenos- validan los cuestionamientos a la labor de la justicia argentina, haciéndose eco de infundadas tesis sobre una supuesta persecución judicial contra la expresidenta.

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